19 mar 2015

Pinto tus raíces


Veo un árbol en tí. Y, para poder subirme a él, lo voy pintando sobre tu piel tiernecita. Y voy colocando hojas verdes y frutas en tu cara y en tus manos, mientras te da una risa contagiosa que me distrae. Pero me pongo muy seria y sigo haciendo líneas marrones en tu cuerpo, el tronco del árbol y las ramas, en tu pecho, en tus brazos, una manzana en tu frente y una ciruela en tu mentón. Un tronco recio y unas ramas retorcidas. Te miro y te veo fuerte para sostenerme cuando trepe.
Y, desoyendo tus gemidos, comienzo a pintar tus raíces. En las piernas largas y profundas, bien agarradas a la tierra. Pinto un gusanito en el dedo gordo de tu pie izquierdo sólo para desesperarte, tomarte el pelo y oírte de nuevo reír. Y subo a pintarte una raíz gorda en tu raíz. Una raíz gruesa como una vena insufrible rodeando, surcando, perfilando y avanzando por ese soporte carnoso que te sale despistado, con voluntad propia, de esa especie de barba entrecana.
De repente me da una lujuria en colores y se me caen los pinceles. Hundo los dedos en los tarros de pintura y te lo emborrono todo con naranjas, amarillos y rojos, como en un amanecer en el que todo tiene mucha vida, todo se levanta, hasta los pajaritos se levantan y ya no puedo aguantar la risa.
Así que hundo mi lengua en mermelada de fresa y la uso para pintarte una cereza alrededor de la boca, rodeando ese labio rojo que se te ha quedado caído, belfo.
Meto mi nariz en mostaza y pinto dos solecitos infantiles en tus pezoncillos, mientras empiezas a mirarme con cara de sátiro del bosque.
Y sin pensarlo seis veces, me enclavo en tu raíz. Esa que me apunta acusadora, mirándome con su único ojo y pidiendo misericordia.
Y dejo que seas tú el que me pinte por dentro. El que me llene de un alba inmaculada, de lunas blancas, y de lava de infierno.


[xrisstinah. Diciembre 2003. Primeras Piedras. Narradores.es]

De sogas y semisuicidios


No era agua. Estaba lloviendo, pero no era la gotera de siempre lo que caía sobre la cara de Eutiquia. Eran trozos del techo, que le estaban cayendo en la cara, mientras contemplaba embobada ese espectáculo, espanzurrada en la cama. Se sintió ruin por no haber llamado a los albañiles a tiempo. Pero cambió de idea cuando oyó además una especie de grito y otro batacazo en el suelo, digo en el techo, de su dormitorio. Con el pijama lleno de manchas, porque había pasado tantas horas delante del ordenador que no había tenido tiempo de lavarlo, bajó con prudencia de la cama, se puso las zapatillas, esperando que algo resolviera ese misterio, para no tener que moverse y poder volver a roncar con soltura, y subió a casa del vecino.
Nadie abrió la puerta. Volvió a por la llave que tenía para regarle las macetas en sus ausencias y entró sofocada, pidiendo mentalmente que todo fuera una tontería. No estaba ella para esas incomodidades.
Allí estaba Genaro, tirado en el suelo, con una soga alrededor del cuello, la cara muy moradita y un priapismo algo vergonzoso. Pero no, no estaba muy muerto del todo, aún hacía chirivitas con los ojos y sacaba la lengua intentando decir algo.
Eutiquia siempre había sido algo pava y tardó en comprender que ese señor, su muy estimado vecino, debería haberla avisado, porque con estas cosas los precios de las viviendas se devalúan. Pero en un arranque de caridad, se lo perdonó y corrió a por el cortaúñas que estaba sobre la mesilla, le costó bastante romper la soga.
Genaro pudo incorporarse y extracorporarse, es decir, no sabía muy bien qué hacer, pero se agarró a Eutiquia en un arranque de simpatía y los dos volvieron a caer al suelo, ¿qué digo al suelo?, al techo, al de ella, y dieron un cebollazo en la cama de ella, como era de prever. La vida sedentaria y las dietas de usuario de ordenador, que son poco sanas, ya se sabe. Fue así como el amor surgió del delirio de un semisuicidio.
Fin, por supuesto.